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encima un viento frío que nos hizo tiritar. En algún lugar de aquella llanura desolada se escondía el diabólico
asesino, oculto en un escondrijo como una bestia salvaje y con el corazón lleno de malevolencia hacia toda la
raza humana que lo había expulsado de su seno. Sólo se necesitaba aquello para colmar el siniestro poder de
sugestión del páramo, junto con el viento helado y el cielo que empezaba a oscurecerse. Hasta el mismo
Baskerville guardó silencio y se ciñó más el abrigo.
Habíamos dejado atrás y abajo las tierras fértiles. Al volver la vista contemplábamos los rayos oblicuos de
un sol muy bajo que convertía los cursos de agua en hebras de oro y que brillaba sobre la tierra roja recién
removida por el arado y sobre la extensa maraña de los bosques. El camino que teníamos ante nosotros se fue
haciendo más desolado y silvestre por encima de enormes pendientes de color rojizo y verde oliva, salpicadas
de peñascos gigantescos. De cuando en cuando pasábamos junto a una de las casas del páramo, con las
paredes y el techo de piedra, sin planta trepadora alguna para dulcificar su severa silueta. De repente nos
encontramos ante una depresión con forma de taza, salpicada de robles y abetos achaparrados, retorcidos e
inclinados por la furia de años de tormentas. Dos altas torres muy estrechas se alzaban por encima de los
árboles. El cochero señaló con la fusta.
-La mansión de los Baskerville -dijo.
Su dueño se había puesto en pie y la contemplaba con mejillas encendidas y ojos brillantes. Pocos minutos
después habíamos llegado al portón de la casa del guarda, un laberinto de fantásticas tracerías en hierro
forjado, con pilares a cada lado gastados por las inclemencias del tiempo, manchados de líquenes y coronados
por las cabezas de jabalíes de los Baskerville. La casa del guarda era una ruina de granito negro y desnudas
costillas de vigas, pero frente a ella se alzaba un nuevo edificio, construido a medias, primer fruto del oro
sudafricano de Sir Charles.
A través del portón penetramos en la avenida, donde las ruedas enmudecieron de nuevo sobre las hojas
muertas y donde los árboles centenarios cruzaban sus ramas formando un túnel en sombra sobre nuestras
cabezas. Baskerville se estremeció al dirigir la mirada hacia el fondo de la larga y oscura avenida, donde la
casa brillaba débilmente como un fantasma.
-¿Fue aquí? -preguntó en voz baja.
-No, no; el paseo de los Tejos está al otro lado.
El joven heredero miró a su alrededor con expresión melancólica.
-No tiene nada de extraño que mi tío tuviera la impresión de que algo malo iba a sucederle en un sitio como
éste -dijo-. No se necesita más para asustar a cualquiera. Haré que instalen una hilera de lámparas eléctricas
antes de seis meses, y no reconocerán ustedes el sitio cuando dispongamos en la puerta misma de la mansión
de una potencia de mil bujías de Swan y Edison.
La avenida desembocaba en una gran extensión de césped y teníamos ya la casa ante nosotros. A pesar de la
poca luz pude ver aún que la parte central era un macizo edificio del que sobresalía un pórtico. Toda la
fachada principal estaba cubierta de hiedra, con algunos agujeros recortados aquí y allá para que una ventana
o un escudo de armas asomara a través del oscuro velo. Desde el bloque central se alzaban las torres gemelas,
antiguas, almenadas y horadadas por muchas troneras. A izquierda y derecha de las torres se extendían las alas
más modernas de granito negro. Una luz mortecina brillaba a través de las ventanas con gruesos parteluces, y
de las altas chimeneas que nacían del techo de muy pronunciada inclinación brotaba una sola columna de
humo negro.
-¡Bienvenido, Sir Henry! Bienvenido a la mansión de los Baskerville!
Un hombre de estatura elevada había salido de la sombra del pórtico para abrir la puerta de la tartana. La
figura de una mujer se recortaba contra la luz amarilla del vestíbulo. También esta última se adelantó para
ayudar al hombre con nuestro equipaje.
-Espero que no lo tome a mal, Sir Henry, pero voy a volver directamente a mi casa -dijo el doctor
Mortimer-. Mi mujer me aguarda.
-¿No se queda usted a cenar con nosotros?
-No; debo marcharme. Probablemente tendré trabajo esperándome. Me quedaría para enseñarle la casa, pero
Barrymore será mejor guía que yo. Hasta la vista y no dude en mandar a buscarme de día o de noche si puedo
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