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La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino
para ver más
a su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del
séquito del
conde de Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez
y sus
riquezas.
Rompieron la marcha los farautes que deteniéndose de
trecho en
trecho, pregonaban en voz alta y a son de caja las cédulas del
rey
llamando a sus feudatarios a la guerra de moros, y requiriendo
a las
villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus
huestes.
A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con
sus
casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus
birretes
guarnecidos de plumas vistosas.
Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta
en blanco,
caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el
pendón de
rico-hombre con sus motes y sus calderas, y al estribo
izquierdo el
ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y rojo.
Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos
famosos
trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de
nuestros reyes
por la increíble fuerza de sus pulmones.
Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la
formidable
trompetería, comenzó a oírse un rumor sordo, acompasado y
uniforme. Eran
los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos
de sendas
adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los
aparejadores de
las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las
cuadrillas de
escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.
Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el
casco de sus
caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro,
pasaron los
hombres de armas del castillo formados en gruesos pelotones,
que semejaban
a lo lejos un bosque de lanzas.
Por último, precedido de los timbaleros, que montaban
poderosas mulas
con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían
ricos trajes
de seda y oro, y seguido de los escuderos de su casa, apareció
el conde.
Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para
saludarle, y
entre la confusa vocería se ahogó el grito de una mujer, que en
aquel
momento cayó desmayada y como herida de un rayo en los brazos
de algunas
personas que acudieron a socorrerla. Era Margarita, Margarita
que había
conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido
señor conde de
Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la
corona de
Castilla.
III
El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba,
había
venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado
antes en
Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez
expugnado el
famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los
infieles.
El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un
escaño de
alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la
empuñadura
del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa vaguedad
del que
parece mirar un objeto y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay
a su
alrededor.
A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo de los
escuderos de su
casa, el único que en aquellas horas de negra melancolía
hubiera osado
interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de su
cólera. -¿Qué
tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste
vais al
combate y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando
todos los
guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo
suspirar
angustiado; y si corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con
algo
invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no
se
desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo
sabré
guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.
El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después
de un largo
espacio, y como si las palabras hubiesen tardado todo aquel
tiempo en
llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco a poco de
su
inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con
voz grave y
reposada:
-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una
vana
fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es
ilusión lo
que me sucede.
Yo debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición
terrible.
El cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan
con hechos
sobrenaturales.
¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de
Nebrija en
el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la pelea fue dura y yo
estuve a punto
de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi
caballo herido y
ciego de furor se precipitó hacia el grueso de la hueste mora.
Yo pugnaba
en balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis
manos, y el
fogoso animal corría llevándome a una muerte segura.
Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra
el cuento
de sus largas picas para recibirme en ellas; una nube de saetas
silbaba en
mis oídos: el caballo estaba a algunos pies de distancia del
muro de
hierro en que íbamos a estrellarnos, cuando..., créeme, no fue
una
ilusión, vi una mano que agarrándole de la brida lo detuvo con
una fuerza
sobrenatural, y volviéndole en dirección a las filas de mis
soldados, me
salvó milagrosamente.
En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le
conocía,
nadie le había visto.
-Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me
dijeron-,
ibais solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al
veros tornar,
sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete.
-Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en
vano
arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña
aventura; mas al
dirigirme al lecho, torné a ver la misma mano, una mano
hermosa, blanca
hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo
después de
descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes,
estoy viendo
esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis
acciones.
La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus
dedos y
partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto,
en los
banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y
el tumulto,
escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis
ojos, y
por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de
noche....
ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis
hombros.
Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de
pie y dio
algunos pasos como fuera de sí y embargado de un terror
profundo.
El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus
mejillas.
Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en
contrariar sus
ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida:
-Venid..., salgamos un momento de la tienda; acaso la
brisa de la
tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible
dolor, para
el que yo no hallo palabras de consuelo.
IV
El real de los cristianos se extendía por todo el campo de
Guadaira,
hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente
del real y
destacándose sobre el luminoso horizonte, se alzaban los muros
de Sevilla
flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima de la
corona de
almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca
ciudad, y
entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores
blancos como la
nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya,
sobre cuyo
aéreo pretil lanzaban chispas de luz, heridas por el sol, las
cuatro
grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos
parecían cuatro
llamas.
La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y
atrevidas de
aquella época, había traído a su alrededor a los más célebres
guerreros de
los diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que
de países
extraños y distantes vinieran también; llamados por la fama, a
unir sus
esfuerzos a los del santo rey.
Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues,
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