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problemas.
El día fijado para nuestra partida amaneció muy hermoso. Hacía poco que había salido
el sol, y las alargadas sombras se extendían sobre el amplio césped cubierto de rocío que
constituía el campo de los cohetes; una ligera brisa agitaba las banderas nacionales
colgadas de una larga hilera de astas que se proyectaban desde la fachada de los
Edificios Ejecutivos. Pero, ¿qué importaba aquello? Allá donde iba el Satélite T Uno, no
había tiempo meteorológico -ni calor ni frío; ni nubes ni viento-. Y sin embargo era
agradable que aquel día brillase el sol sobre la Tierra para despedirnos. Evidentemente, el
viaje completo seria más corto y sin muchos más incidentes que un recorrido de dos
estaciones por el Subterráneo; pero nuestro destino estaba tan remoto, y el viaje era tan
aventurado, que no conseguía convencerme de que no me iba a embarcar para algún
viaje enormemente largo "más allá de los confines de la Tierra".
Me vestí cuidadosamente, recogí los pocos efectos personales que se me permitía
llevar, los metí en una bolsa, empaqueté el resto en un baúl y lo cerré. En esta acción
había una finalidad que me complació.
Salí luego por el pasillo para ir a tomar el temprano desayuno que me habían
preparado. Al pasar frente a la puerta de Simpson pensé que quizá debía averiguar si
estaba ya a punto. Llamé y le pregunté a través de la puerta cuanto tiempo iba a tardar.
-Vete -murmuró, evidentemente, desde debajo las mantas-. ¿Qué quieres hacer tan
temprano de la mañana?
-Tienes que vestirte, empaquetar, desayunar y estar sobre la pista a las nueve.
-A las nueve y once -corrigió, evidentemente más despierto de lo que parecía -. Vete.
Vete a tus huevos y jamón. Ya sé bien lo que me hago.
Llegué a la pista a las nueve menos cuarto, y Simpson compareció debidamente a las
nueve y cinco. El cohete que se erguía sobre la Pista N° 5 se convirtió de improviso en mi
cohete, completamente diferente de todos los demás cohetes que se alzaban en derredor.
No permitieron que nos acercásemos mucho; estaba rodeado por una cuerda y había
hombres trabajando en él, con afán y silenciosamente. Me hubiese gustado averiguar lo
que estaban haciendo, pero antes de que hubiese tenido tiempo de preguntar a nadie,
sonó el altavoz llamando a todos los pasajeros para T Uno, indicándoles que se reuniesen
junto a la barrera del Recinto N° 5.
Nos desplazamos, y pronto pasamos la barrera y entramos en la sala de inspección,
donde examinaron nuevamente nuestro traje y nuestro equipo -me pareció que por
centésima vez-. Luego un breve examen médico. No había otros pasajeros, de modo que
esta última comprobación no tardó mucho. La parte más larga no había pasado todavía, la
espera antes de poder embarcar, la cual pareció interminable. Creo que yo me mostré
paciente y sereno, pero Simpson se hizo muy molesto. Decía que había una correa a la
espalda de su traje "g" que le rozaba, pero yo no conseguí encontrarla, y el Funcionario
Técnico que había ajustado el traje no podía ser habido. No parecía haber manera de
encontrarlo como no fuese saliendo del recinto, lo cual no nos atrevíamos a hacer.
Simpson había precisamente acabado de revolverse lo bastante para conseguir una
disposición más cómoda de la correa, cuando el altavoz habló nuevamente:
-Se ruega a los pasajeros para T Uno que entren en la Pista N° 5, Pista N° 5.
Nos adelantamos lentamente, mostrando todas las apariencias de serenidad y reposo,
y mirando distraídamente al cielo, como si nos fuese a ayudar a predecir que clase de
viaje íbamos a tener. Simpson, que había olvidado ya sus pequeñas incomodidades,
estaba ansioso por adelantarse, pero demasiado orgulloso para que le viesen que se
apresuraba, marchaba ajustándose a mis pasos.
-¿Qué tal te encuentras? -pregunté, dándome cuenta que estaba aprensivo-. Ya no
tardaremos mucho.
-Estoy perfectamente. ¿Por qué lo preguntas?
-¿Cómo está la correa?
-Bien.- Le era difícil hablar con naturalidad. Nada era natural. Debía haber habido gente
para despedirnos y agitar las manos, quizá banderas. Pero ni siquiera los que estaban
entonces en la pista hacían ningún caso; nos dirigíamos hacia el cohete como podíamos
haber ido a tomar el autobús. Recordaba lo a menudo que en el transcurso de los últimos
días había visto a gentes envidiables que entraban tranquilamente en los cohetes, como
si todo aquello no significase nada para ellos.
Yo pensé que debía tener el aire despreocupado. Supongo que debe haber quienes me
envidian a mí, ahora. Saqué un poco el pecho y miré con aire protector a Simpson, quien
eso de parecer envidiable lo hacía realmente muy bien.
-Me parece que vamos a tener un buen viaje -dijo distraídamente mientras entrábamos
en el ascensor portátil dispuesto junio a nuestro cohete. Le miré con asombro y
admiración.
El servidor oprimió un botón, y el ascensor nos elevó hasta la puerta de acceso
cercana a la punta del cohete, de donde cruzamos al compartimiento de pasajeros; éste
era circular y de tal tamaño que uno podía estirarse cómodamente sobre el suelo con los
pies contra la pared y la cabeza cerca del centro -es decir, el diámetro debía ser de algo
más de cuatro metros-. Había acomodación para seis pasajeros extendidos de esa
manera sobre el suelo, pero pronto resultó evidente que en este viaje éramos los únicos.
El servidor del ascensor, que había entrado con nosotros, nos indicó que ocupásemos
dos de las literas, y nos enseñó como teníamos que manipular las correas.
-Cuando empecéis a entrar en la órbita -dijo-, las cosas parecerán algo raras, hasta
que os acostumbréis a ellas. Podría decir que saltaréis un poco, al principio. Y las cosas
sueltas se portarán de un modo algo raro, hasta que os acostumbréis. Pero está bien, no
tenéis que preocuparos. Podríamos decir que todo está dominado.
-Supongo que la gravitación se pone en marcha automáticamente -sugirió Simpson.
-¡Oh, no, no os gravitarán! No en un trasbordador como éste. Pero no importa, ya se
cuidarán de vosotros -e hizo un gesto respetuoso en dirección hacia arriba -esta
observación no trataba de recomendar fe en la Providencia, pues al mirar hacia lo alto vi
que había allí otra huerta de acceso, que sin duda conducía a la cámara de control. Por lo
menos me alivió saber que no nos iban a lanzar al espacio sin compañía; podía haber
muchas cosas que fuesen mal, y me parecía que debía haber alguien al cuidado.
Estaba todavía pensando en ello, y mirando hacia arriba, cuando se abrió la puerta de
acceso y aparecieron la cara y los hombros del piloto enmarcados en ella.
-¿Estáis ya a punto, por ahí abajo? -preguntó. Tenía una expresión serena y se podía
saber por su voz que no había que preocuparse por nada-. Tan pronto como entremos en
órbita os llamaré para que subáis aquí arriba, desde donde podréis ver algo. Ya sé que es
muy aburrido por allí abajo; pero durante los dos primeros minutos no se puede ver nada.
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