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no buscan reconocimiento ni impresionar con apariencias externas. Se les conoce más
bien por su equilibrio en su persona humana, sus frutos al servicio del Señor y sus
virtudes. Son personas que destacan por su obediencia total a sus superiores y a la
Iglesia en medio de las pruebas, humildad, sacrificio, caridad, servicio, capacidad de
abrazar la cruz en la vida diaria...
El místico no vive siempre en la consolación. Más bien sabe mantenerse fiel en
grandes pruebas, a veces rechazado por todos, incluso sintiéndose en la oscuridad,
rechazados por Dios. La máxima experiencia mística es precisamente la de Jesús en la
Cruz. La mística auténtica nunca es evasión de la realidad sino al contrario.
Los falsos místicos aparentan gran santidad y experiencias sobrenaturales para
buscar atención. Caen en la trampa del demonio y arrastran a otros. Algunos son
enfermos mentales. Es por eso que la Iglesia nos pide mucha prudencia en relación a los
reportes de místicos y mensajes recibidos del cielo. Pero la prudencia y el
discernimiento no significan parálisis o rechazo indiscriminado.
Los místicos verdaderos algunas veces no se les descubre hasta después de
muertos, pero otros son llamados por Dios a formar familias espirituales (Sta. Teresa,
San Juan de la Cruz, San Juan Bosco, San Pío de Pietrelcina, Teresa de Calcuta,...).
Ellos recibieron duras críticas pero su autenticidad se probó con el tiempo. El
discernimiento más bien se da en el camino, mientras que desde el comienzo se camine
humildemente, a la luz de la fe, con fundamentos sólidos de doctrina y moral y con
plena obediencia a la Iglesia.
Espiritualidad 52 P. Antonio Rivero, L.C.
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La unión del alma con Dios en contemplación profunda se caracteriza por una
profunda conciencia de la presencia divina. Tiene una variedad de grados, que no
necesariamente ocurren en sucesión: Las dos noches del alma (noche de los sentidos y
noche del espíritu) que anteceden a la unión mística, la oración de silencio, la unión
plena, éxtasis y matrimonio espiritual.
Además de todo lo dicho, digamos que para alcanzar la santidad no es necesario
haber experimentado estos fenómenos místicos en nuestra vida. Si Dios los concede,
qué bueno, pero no por eso dejaremos de alcanzar la santidad a la que Dios nos ha
llamado.
II. EL FRUTO DE LOS FRUTOS: El Cielo
El premio más maravilloso que Dios nos reserva, si hemos trabajado en la vida
por la santidad, es el cielo, la posesión de Dios en el cielo, que es la gracia de las
gracias. Esta gracia debemos pedirla todos los días.
¿Qué es el cielo? ¿Qué haremos en el cielo?
1. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha
preparado par los que le aman (1 Cor 2, 9). El amor y la felicidad en el
cielo superan por completo nuestra imaginación, y exceden totalmente las
ansias de felicidad del hombre. El fin último del hombre es contemplar cara
a cara a Dios en toda su gloria, y estar unidos a Él en un amor eterno. Esta
es la mayor felicidad en el cielo. El Señor nos dice (Mt 22, 30 ss) cómo la
vida de los bienaventurados está alejada de toda posible inquietud: no sufren
el temor de perder a Dios, ni desean algo distinto. No es un sucederse de
cosas iguales, sino que este Bien que satisface siempre, producirá en
nosotros un gozo siempre nuevo (San Agustín, Sermón 362). Esta
bienaventuranza es el sumo bien que aquieta y satisface plenamente todos
los deseos y aspiraciones del hombre. Los bienaventurados contemplan a
Jesucristo, Dios y hombre verdadero, en compañía de la Virgen, de los
ángeles y de los santos. Están libres de todo mal y son completamente
felices. En el cielo encuentran de nuevo a sus parientes y amigos que se
durmieron en el Señor.
2. En el Nuevo Testamento se presenta el cielo como un premio eterno que han
de recibir los que permanezcan en Cristo y han hecho obras buenas de
caridad y misericordia. Los gozos del cielo no son iguales para todos los
bienaventurados, sino que corresponden al diverso grado de mérito
alcanzado aquí en la tierra con la caridad (Concilio Florentino y Concilio de
Trento): Cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo (1 Cor
3, 8). Quien en la tierra haya amado más a Dios y le haya servido con más
fidelidad, se verá correspondido en el cielo por el amor de Dios en mayor
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