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lados, y de quien Tomatis, que le ha puesto el sobrenombre, sa-
be decir que saca, de esas mismas premisas, proposiciones y
postulados una satisfacción malsana, hecho que Leto, a decir
verdad, nunca ha podido verificar, y que puede tratarse, usando
como pretexto al Matemático, de una calumnia de Tomatis co-
ntra las ciencias exactas en general; y el otro, Leto, Ángel Leto,
¿no?, flaco, con las piernas un poco torcidas, mucho más chico y
más joven, algo miope, cuya camisa y cuyo pantalón, de calidad
tres o cuatro veces inferior a la vestimenta blanca del otro, se
combinan con menos elegancia, Leto, que no hace ni siquiera un
año que vive en la ciudad, a la que ha venido siguiendo a Isa-
bel, su madre, la cual ha huido de la evidencia de un suicidio
como de un cataclismo universal, Leto, que lleva, para sobrevi-
vir, varias contabilidades, y que esa mañana, por razones tan
inexplicables como las que inclinan al Matemático a los silogis-
mos y a los teoremas, en vez de ir a trabajar, ha decidido bajar-
se del ómnibus y ponerse a caminar por San Martín hacia el Sur.
Más diferentes imposible, aunque algo, a pesar de todo, los
iguala: no únicamente, ¿no?, la identidad genérica en tanto que
individuos pertenecientes a la misma especie, individuos que,
después de todo, hablan el mismo idioma y que aunque vengan
de ciudades diferentes han nacido en el mismo país e incluso en
la misma provincia y poseen por lo tanto fragmentos comunes
de experiencia  no, nada de eso, que, desde luego, les es pro-
pio y comparten a la vez con sus comprovincianos, sus, como se
dice, compatriotas, sus congéneres; no, nada de eso, nada de
eso, sino algo más particular y "sin embargo más indefinido,
una impresión, un sentimiento que llevan ambos en el fondo de
sí mismos, y que el hecho de ni siquiera sospechar que el otro,
u otros, también lo experimentan, le da un tinte particular y,
sobre todo, lo refuerza, el sentimiento, decía, de no pertenecer
del todo a este mundo, ni, desde luego, a ningún otro, de no
poder reducir nunca enteramente lo externo a lo interior o vice-
versa, de que por más esfuerzos que se hagan siempre habrá
entre el propio ser y las cosas un divorcio sutil del que, por ra-
zones oscuras, el propio ser se cree culpable, el sentimiento
confuso y tan inconscientemente aceptado que ya se confunde
con el pensamiento y con los huesos, de que el propio ser es la
mancha, el error, la asimetría que con su sola presencia irrisoria
enturbia la exterioridad radiante del universo. Ahora, también,
desde que empezaron a recorrer juntos la calle recta, por la ve-
reda de la sombra, un nuevo lazo, impalpable, los emparenta:
los recuerdos falsos de un lugar que nunca han visitado, de
hechos que nunca presenciaron y de personas que nunca cono-
cieron, de un día de fin de invierno que no está inscripto en la
experiencia pero que sobresale, intenso, en la memoria, el quin-
cho iluminado, el encuentro del Gato y Botón en Bellas Artes,
Noca viniendo de la costa con sus canastos de pescado, el caba-
llo que tropieza, Cohen que remueve las brasas. Beatriz arman-
do siempre un cigarrillo, la cerveza dorada con un cuello de es-
puma blanca, Basso y Botón punteando en el fondo, sombras
que se mueven confusas en el oscurecer, y que después, sin
que se sepa bien cómo, y sobre todo por qué, se traga la noche.
Una casi enseguida después de la otra, el Matemático percibe,
cuando van llegando a la esquina, dos caras conocidas: la pri-
mera es la del propietario del quiosco de revistas que se des-
pliega en la ochava; como el hombre está sentado en un ban-
quito en medio de su mercadería y bien contra ella para ponerse
al abrigo del sol que golpea por la transversal, su busto resalta
contra el fondo chato de semanarios, de mensuales y de matu-
tinos, contra fotos en colores de estrellas de cine en bikini, diri-
gentes políticos y sindicales, campeones de fútbol, fotos repeti-
das varias veces, del mismo modo que los titulares negros y re-
gulares de los diarios o los personajes de historietas. A causa de
su repetición, las imágenes, que forman un fondo oblongo, se
vuelven casi abstractas, transformándose en una especie de
guarda abigarrada que parece decorar el retrato en relieve del
quiosquero, cuya mirada, perdida en el fondo de la calle, el Ma-
temático no logra encontrar para intercambiar con él el saludo
que ya tiene preparado. Pero alzando otra vez la cabeza, sus
ojos se encuentran con la segunda cara conocida que, ésta sí,
pasando al lado de Leto, le sonríe. Es únicamente una cara co-
nocida, ni siquiera lo que podría llamarse, con mayor precisión,
un conocido. Una cara conocida  o sea, ¿no?, una cara que
ocupa un lugar intermedio entre lo familiar y lo desconocido, a
la que no podría ponerle un nombre pero que, de tanto pasar
una y otra vez por su campo visual, ha terminado imponiendo
sus rasgos peculiares a la memoria del Matemático, así como la
cara del Matemático ha terminado imprimiéndose en la memoria
del otro, de modo que a partir de cierto momento, cuando se
cruzan en la calle, en prueba de reconocimiento, se saludan. Es
verdad que, durante las ráfagas de extrañeza, también las caras
familiares se vuelven, de golpe, desconocidas, pero hay una
graduación que, partiendo desde ellas, y pasando, por los cono-
cidos primero, por las caras conocidas después, y después por
las caras desconocidas y los desconocidos, que son el último
bastión de la experiencia, acaba llegando al horizonte oscuro y
viscoso de lo desconocido  lo desconocido, ¿no?, o sea lo que,
más allá del don fugaz de lo empírico, es trasfondo y persisten-
cia, y que tratan de hacer retroceder, sin resultado, esas seña-
les vagas que se cruzan, como perdidas, en el día.
Manteniendo el paso idéntico, regular, Leto y el Matemático
bajan de la vereda a la calle y empiezan a cruzarla. Un auto len-
to los intercepta y, como frena en la bocacalle, lo sortean por
delante, los dos al mismo tiempo, sin detenerse ni variar el pa-
so, sin ni siquiera mirarlo, como dos robots al que un dispositivo
electrónico preprogramado hiciera esquivar automáticamente
los obstáculos; y cuando están llegando a la vereda de enfrente,
los dos pliegan, simultáneos, la pierna izquierda, y la elevan por
encima del cordón.
Las siete cuadras siguientes
Estábamos en que Leto y el Matemático, una mañana, la del
veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno había-
mos dicho, un poco después de las diez, se habían encontrado
en la calle principal, habían empezado a caminar juntos en di-
rección al Sur y el Matemático, a quien a su vez se lo había con-
tado Botón en el puente superior de la balsa a Paraná, el sábado
anterior, se había puesto a contarle a Leto la fiesta de cumplea-
ños de Jorge Washington Noriega, a finales de agosto, en la
quinta de Basso en Colastiné, y en que, después de recorrer [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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