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nuevo al autoproclamado Consejo para la Supervivencia. Esta vez los Angeles del Señor
no hicieron ningún anuncio, o al menos ninguno que fuera retransmitido por la red de
datos britocanadiense.
De nuevo saqué conclusiones tentativas, todas ellas tambaleantes: los Estimuladores
eran una organización fantasma, todo propaganda, sin operadores de campo. Los
Angeles del Señor estaban muertos y/o fuera de circulación. El Consejo para la
Supervivencia tenía que disponer de un respaldo fabulosamente rico dispuesto a pagar
por más secuaces no profesionales para ser sacrificados en los más fútiles intentos... pero
eso era simplemente una suposición, a olvidar apresuradamente si la tercera ronda de
ataques resultaba eficiente y profesional... lo cual no esperaba, pero tengo unos buenos
antecedentes como para equivocarme.
Seguía sin poder decidir quién estaba detrás de este estúpido reinado del terror. No
podía ser (estaba segura de ello) una nación territorial; tenía que ser una multinacional, o
un consorcio, aunque no le podía ver ningún sentido a ello. Podía ser incluso uno o varios
individuos extremadamente ricos... si tenían agujeros en sus cabezas.
Bajo «recuperación», tecleé también «Imperio» y «Río Mississippi» y «Vicksburg»,
separados, por parejas y los tres. Negativo. Añadí los nombres de los dos barcos e intenté
todas las combinaciones. Negativo también. Aparentemente, lo que me había ocurrido a
mí y a cientos de otras había sido suprimido. ¿O era considerado trivial?
Antes de irme le escribí a Janet una nota diciéndole qué ropas había tomado, cuántos
dólares britocanadienses me había llevado conmigo, y añadí esa cantidad a la que ella
me había dado antes, y detallé lo que había cargado en su tarjeta Visa: un viaje en
cápsula de Winnipeg a Vancouver, un viaje en lanzadera de Vancouver a Bellingham, y
nada más. (¿Había pagado mi viaje a San José con su tarjeta, o era entonces cuando
Georges empezó a mostrarse dominante? Mis notas de gastos estaban en el fondo del
Mississippi).
Habiendo tomado el suficiente dinero en efectivo de Janet como para permitirme
abandonar el Canadá Británico (¡esperaba!), me sentía fuertemente tentada a dejarle su
tarjeta Visa junto con mi nota. Pero una tarjeta de crédito es algo insidioso... sólo una
pequeña ficha de plástico... que puede equipararse a grandes montones de lingotes de
oro. Me correspondía a mí proteger personalmente aquella tarjeta a cualquier coste, hasta
que pudiera depositarla personalmente en manos de Janet. Cualquier otra cosa no era
honesto.
Una tarjeta de crédito es una correa en torno a tu cuello. En el mundo de las tarjetas de
crédito una persona no tiene intimidad... o en el mejor de los casos protege su intimidad
únicamente con grandes esfuerzos y muchas trapacerías. Además de eso, ¿saben
ustedes alguna vez lo que está haciendo la red de computadoras cuando meten su tarjeta
en una ranura? Yo no. Me siento mucho más segura con dinero en efectivo. Nunca he
oído de nadie que haya tenido mucha suerte discutiendo con una computadora.
Tengo la impresión de que las tarjetas de crédito son una maldición. Pero no soy
humana, y probablemente me falte el punto de vista humano del asunto (en esto como en
tantas, tantas otras cosas).
Partí a la mañana siguiente, vestida con un maravilloso traje pantalón de tres piezas
color azul polvo vitrificado (estoy segura de que Janet debe lucir hermosa con él, y me
hizo sentir hermosa también a mí, pese a la evidencia de los espejos), con la idea de
alquilar un coche de caballos cerca de Stonewall, sólo para descubrir que tenía la opción
de un ómnibus tirado por caballos o un VMA de los Ferrocarriles Canadienses, ambos
partiendo de la estación del tubo, Perimeter y McPhillips, donde Georges y yo habíamos
iniciado nuestra informal luna de miel. Aunque prefiero los caballos, elegí el medio más
rápido.
Ir a la ciudad no significaba que pudiera recuperar mi equipaje, aún en tránsito en el
puerto. ¿Pero era posible recogerlo de la consigna de tránsito sin ser detectada como una
extranjera procedente del Imperio? Decidí reclamarlo desde fuera del Canadá Británico.
Además, esos bultos habían sido facturados en Nueva Zelanda. Si había podido vivir sin
ellos durante tanto tiempo, podía vivir sin ellos indefinidamente. ¿Cuánta gente ha muerto
porque no ha sido capaz de abandonar su equipaje?
Poseo este moderadamente eficiente ángel guardián que se sienta en mi hombro.
Hacía apenas unos días Georges y yo habíamos pasado directamente por el molinete
adecuado, habíamos metido las tarjetas de crédito de Janet e Ian en la correspondiente
ranura sin siquiera parpadear, y habíamos ido sin problemas a Vancouver.
Esta vez, aunque había allí una cápsula cargando pasajeros, me descubrí caminando
más allá de los molinetes en dirección a la oficina de viajes del Turismo Britocanadiense.
El lugar estaba atestado, así que no había peligro de ningún empleado vigilando lo que yo
estaba haciendo... pero aguardé hasta que pude conseguir una consola en un rincón.
Quedó una disponible; me senté y tecleé una cápsula para Vancouver, luego metí la
tarjeta de Janet en la ranura.
Mi ángel guardián estaba despierto aquel día; arranqué la tarjeta de un tirón, la oculté
rápidamente fuera de la vista de todo el mundo, y esperé que nadie se hubiera dado
cuenta del olor a plástico quemado. Me alejé de allí, el paso rápido y el gesto conspicuo.
En los molinetes, cuando pedí un billete para Vancouver, el empleado estaba atareado
leyendo la página deportiva del Winnipeg Free Press. Bajó ligeramente el periódico, me
miró por encima de él.
- ¿Por qué no usa su tarjeta como todo el mundo?
- ¿No tiene billetes a la venta? ¿No es este dinero de curso legal?
- Ese no es el asunto.
- Lo es para mí. Por favor, véndame un billete. Y déme su nombre y número de
empleado, según ese cartel que hay puesto a su espalda. - Le tendí el importe exacto.
- Aquí está su billete. - Ignoró mi petición de que se identificara; yo ignoré su falta de no
cumplir con las especificaciones. No deseaba tener un careo con su supervisor;
simplemente deseaba crear una diversión del hecho de mi conspicua excentricidad
utilizando efectivo en vez de una tarjeta de crédito.
La cápsula estaba llena, pero no tuve que ir de pie; un Galahad surgido del siglo
pasado se puso en pie y me ofreció su asiento. Era joven y no mal parecido, y claramente
estaba mostrándose amable debido a que me había clasificado como poseyendo todas
las cualidades femeninas apropiadas.
Acepté con una sonrisa, y él se quedó de pie junto a mí, y yo hice todo lo posible por
pagarle su atención inclinándome un poco hacia adelante y dejándole mirar por la
abertura de mi escote. El pareció sentirse pagado - no dejó de mirar durante todo el
trayecto -, y a mí no me costó nada, y no hubo ningún problema. Aprecié su interés y la
comodidad que me había proporcionado... sesenta minutos es mucho tiempo para
permanecer de pie con las bruscas arrancadas de una cápsula exprés.
Cuando salimos en Vancouver me preguntó si tenía algún plan para comer. Porque, si
no lo tenía, él conocía un lugar realmente grande, el Bayshore Inn. Y si me gustaba la
comida china o japonesa...
Le dije que lo sentía, pero que tenía que estar en Bellingham al mediodía.
En vez de aceptar el rechazo, su rostro se iluminó.
- ¡Vaya feliz coincidencia! Yo también voy a Bellingham, aunque pensé que podía
demorarme hasta después de comer. Podemos comer juntos en Bellingham. ¿Trato
hecho?
(¿No hay algo en las leyes internacionales acerca de cruzar fronteras internacionales
para propósitos inmorales? ¿Pero puede clasificarse realmente como «inmoral» el claro y
directo estado de celo de este joven? Una persona artificial nunca comprende los códigos
sexuales de la gente humana; todo lo que podemos hacer es memorizarlos e intentar no
meternos en líos. Pero no es tan fácil; los códigos sexuales humanos son tan retorcidos
como un plato de spaghettis).
Fracasado mi intento de echarlo, me vi obligada a decidir rápidamente si ser ruda con [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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